jueves, 16 de julio de 2009

Progresismo doméstico

Debí postear hace días, pero entre la euforia de unos días libres y el marasmo de mi mente (tan concentrada en la teoría y el deseo), no pude. Pero lo que sí hice fue salir -después de varios días de trabajo y escritura- a caminar por mi barrio. Cuando lo hago, me gusta perderme por las calles, sentarme a mirar el ritmo de la gente que pasa por las plazas. Ser un flaneur, un caminante intempestivo, un observador crepuscular. Y si es posible, crear situaciones, o imaginar que puedo crear situaciones que sean como estallidos, como pequeñas bombas que relampaguean. Pero mi barrio barcelonés ni siquiera me deja soñar con esa posibilidad. Es tan aséptico, tan burgués, tan familiar, tan ordenado, tan pacífico, tan poco insolente, que cualquier movimiento insólito, cualquier gestualidad exagerada, movilizaría, seguro, a la policía, a las organizaciones vecinales para reprimir al que lo haga. Y yo no quiero ser feliz con permiso de mi barrio. Ni de la policía. Ni de los okupas. Ni de nadie. Quiero caminar, si me apetece, por el filo de mi cuerpo, viendo todo como un recorte de papel ladeado; o dando brincos, como un funambulista sin que nadie me diga nada ni intente tirarme una moneda porque cree que es un show callejero. Mi barrio funge de progresista porque eso es cool y políticamente correcto: con sus pequeñas dosis de multiculturalismo, con otra de política (inocua por supuesto) y con un toque final de bohemia posmoderna. O es progresista precisamente porque ignora todo lo que pasa fuera de esas ventanitas que lo circundan.
Como dice Rimbaud (el niño de mis sueños): "La domesticidad acarrea, luego, demasiados problemas." Por eso, si no me encuentro a aquella chica que mira todo con ojos atentos, creo que me voy a mudar.

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