martes, 23 de agosto de 2011

Estrellas en sexos de caracol

El verano de mi adolescencia era luminoso, acuciante, un delirio de ardor y belleza.

Verano de salvaje inocencia, de amores tímidos y un mar alocado donde moría a cada segundo.

Verano que despertaba a las 9 de la mañana con la radio a todo volumen, para luego salir corriendo detrás de camiones destartalados que nos llevaban a oír el bramido del viento, a ver el mar recortado por los acantilados sombreados de escarcha.

Era una ceremonia de niños lunáticos que jugaban con sus cuerpos mientras escondían, con vergüenza, el sueño de un amor hermafrodita.

Tardes corriendo delante de las olas, con tablas de todos los tamaños que hollaban el mar trizado de rayos.

Noches de cine donde mi corazón palpitaba de espanto.

Y de esos crepúsculos de ráfagas amarillas y oscuras que eran las primeras guirnaldas de mi tristeza.

Era ir por la calle con el desparpajo de unos niños paganos que se rinden ante la alucinación transparente de la plenitud.

Y perseguir a unas niñas castas que olían a rocío, yogurt y sábanas limpias.

Tardes de crimen, de pandillas de bañadores azules y amarillos que se disputaban las olas, los camiones, los ojos febriles de esas niñas.

Y de besos húmedos y calientes de todas las chicas que me hicieron huir y a las que hice el amor en la soledad escrupulosa de mi habitación.

viernes, 24 de junio de 2011

Lover Lover Lover

Mi primer gran amor en la vida fue mi madre: a ella le debo el silencio, el café con leche por las tardes, las galletitas, el orgullo femenino y aristocrático. Por aquel entonces tenía mucho miedo: a la oscuridad, a los trenes, a que algún día volviera ese señor alto como un caballo y se la llevara para siempre.

Con ese amor terco e incestuoso llegó la soledad: a ella le debo la impaciencia, el mal humor, mi obsesión por los seres frágiles y los mapas de colores.

Mi otro gran amor fue la poesía: a ella le debo la torpeza, la voz grave, la locura y cierta santidad etílica. Me dejé el pelo largo, el sol brillando en la nuca, la insolencia en la mirada y huí hasta que en el centro de mi corazón la tensión de toda una vida se disolviera en un suspiro.

Luego vendrían la tristeza, la nostalgia del futuro, las tardes amarillas que me bebía a sorbos desesperados.

Y la música: a ella le debo la ropa negra, el funambulismo, el aire hirviendo, las madrugadas eternas abriendo y cerrando los brazos como un faro violeta.

Me fumaba la vida con las piernas cruzadas cuando llegó mi otro gran amor: era una niña que tenía los dedos como pequeñas llamas azules y la mirada lívida de alabastro. A ella le debo el amor de manicomio, la caligrafía transparente, la devoción por las mariposas. Y otras cosas más: que mi cuerpo se curve por las noches, que la poesía se me revele como un susurro instantáneo.

Después de eso vino el insomnio, la matemática revolucionaria, los jardines imposibles, las utopías, la filosofía política, la guerra, Gramsci, los escondites, el peligro, el exilio, la ilegalidad, todo, todo golpeando mi pecho como un cañonazo.