viernes, 24 de junio de 2011

Lover Lover Lover

Mi primer gran amor en la vida fue mi madre: a ella le debo el silencio, el café con leche por las tardes, las galletitas, el orgullo femenino y aristocrático. Por aquel entonces tenía mucho miedo: a la oscuridad, a los trenes, a que algún día volviera ese señor alto como un caballo y se la llevara para siempre.

Con ese amor terco e incestuoso llegó la soledad: a ella le debo la impaciencia, el mal humor, mi obsesión por los seres frágiles y los mapas de colores.

Mi otro gran amor fue la poesía: a ella le debo la torpeza, la voz grave, la locura y cierta santidad etílica. Me dejé el pelo largo, el sol brillando en la nuca, la insolencia en la mirada y huí hasta que en el centro de mi corazón la tensión de toda una vida se disolviera en un suspiro.

Luego vendrían la tristeza, la nostalgia del futuro, las tardes amarillas que me bebía a sorbos desesperados.

Y la música: a ella le debo la ropa negra, el funambulismo, el aire hirviendo, las madrugadas eternas abriendo y cerrando los brazos como un faro violeta.

Me fumaba la vida con las piernas cruzadas cuando llegó mi otro gran amor: era una niña que tenía los dedos como pequeñas llamas azules y la mirada lívida de alabastro. A ella le debo el amor de manicomio, la caligrafía transparente, la devoción por las mariposas. Y otras cosas más: que mi cuerpo se curve por las noches, que la poesía se me revele como un susurro instantáneo.

Después de eso vino el insomnio, la matemática revolucionaria, los jardines imposibles, las utopías, la filosofía política, la guerra, Gramsci, los escondites, el peligro, el exilio, la ilegalidad, todo, todo golpeando mi pecho como un cañonazo.