jueves, 17 de diciembre de 2009

All Tomorrow´s Parties

He sido un recluta reincidente de cofradías que me han salvado del aburrimiento, y, lo que no es poco, de ciertos lugares comunes. Mi primera pandilla la conocí en la adolescencia. Era un grupo abigarrado con los que tuve que aprender a llorar a escondidas, a jugar al bandolero sin piedad ni redención. Con ellos la amistad era más bien canalla y algo perversa. Yo me había acostumbrado demasiado a la soledad, así que cuando conocí a esos pequeños delincuentes con los que crecí, mi entrega a ese mundo fue torpe y silenciosa. Estuve a punto de sucumbir al ominoso destino que les esperaba a todos esos jovencitos de rostros feroces que se paraban en las esquinas a ver pasar, con todo el desdén del mundo, las formas comunes de la vida. Pero me alejé. Tuve que recorrer el sur del continente hasta que sintiera que mi redención había concluido. Cuando regresé todo había cambiado y a mí me acosaban los nombres, las ideas, los compromisos. Así que me puse a bailar a ver si mis gestos se hacían menos duros, si mi mirada no se detenía con violencia. Hasta que conocí a mis hermanos de desobediencia, unos tercos soñadores con los que bailé canciones de amor y revolución.

Con ellos, héroes de sus propios desastres, fundé mi comuna del corazón, mi revuelta de rabia y fantasía. Con ellos descubrí la belleza de una militancia, de una protesta diaria; experimenté la belleza de bailar en círculo una canción mientras nos imaginábamos puros e invencibles. Y fuimos esos brillantes y conjurados subversivos que nos atrevimos a escribir libros llenos de ternura y desconsuelo; a fraguar, en ese baile lleno de inmortal anhelo, programas, revistas, asociaciones invisibles e ilegales. Fuimos, finalmente, esos terroristas perdidos y sin manifiesto que militamos en una canción, en un sueño, en una intuición eterna.