miércoles, 24 de noviembre de 2010

Ángeles derrotados

Hace semanas que quiero contar la historia de los ángeles derrotados, de esos tullidos imaginarios que cansados de arrastrarse por el jardín amarillo deciden saltar al abismo del tiempo. Y lo he estado haciendo pero en silencio. Porque no puedo hablar, ni escribir, ni soñar. Porque hace dos meses que vivo un día repentino, acelerado, cayendo a la velocidad de la perdición desde donde veo cómo se hace jirones la calle. Todo ese tiempo sin escribir y con el alma en vilo, imaginando un parque donde a los niños les crecen las alas o se van por ahí, con los ojos llenos de envilecimiento, a beber su adolescencia en un cáliz dorado.

Un día como una eternidad de dos meses, huyendo de un lugar a otro, al borde de la incivilidad. Un tiempo repentino y a veces las alas no dan más, la literatura no da más. Porque la literatura no salva, aunque pensemos en los ojos de quien nos imagina como un satélite apagado rondando el exilio con alguna luz oculta.

Toda una eternidad de incomprensión, de hermandad con unos seres que no existen porque han desaparecido en la espesura de su silencio. Criaturas a las que acosan las sentencias, las multas, los despidos. Que viven en nieblas de juventud imposibles de alcanzar.

Dos meses sin compasión y con un nuevo hermano cósmico que me escribe desde la luna. O desde la nieve, o desde el espejo de Walser. Y con una prima de cera japonesa que grita en medio de la noche, mientras oigo la aspereza obstinada del despertar, el sordo latido del caer que hace vibrar la tarde. Porque los rufianes no son sólo de papel sino que permanecen agazapados mientras el corazón se les tritura por el anhelo. Y todo ese tiempo sin escribir, pensando en el cuello largo de la camarera, en el niño amargo, en el cohete espacial, en el coleccionista extravagante, en el ladrón de mañanas, en el terrorista emocional que soy a veces, en ese músico de sombras acuciantes que se esconde lejos de aquí.

Y veo a todos esos chicos allá arriba, y parecen frágiles, solitarios, temperamentales, tal como nos imaginamos a los ángeles. Y veo la belleza y la profundidad de la ruina. Y en mi casa se aparece el niño de la cara tiznada de polvo de sueño explosivo. Y me doy cuenta que tiene la misma pena y la misma ternura de siempre. A pesar de que no escriba, de que no pueda hacerlo, de que no haya llorado en estos dos meses. Lo veo llegar, pálido, con los ojos translúcidos y ese gesto suicida que tienen los ángeles. Se acerca a la estantería y coge ese libro negro de tapa dura que lleva un nombre francés y se pone a llorar, sin parar, ahogándose en sollozos sin importarle que yo lo vea.