martes, 21 de septiembre de 2010

Pink Moon

Recuerdo las calles líquidas de mi barrio por donde paseaba mi enfado de niño delictivo.
Recuerdo mi ciudad de noche y espanto que se abría a la primavera con los helados del italiano.
Recuerdo a ese viejo orate iluminado que quería llevarme a la cama. Tenía la mirada embotada de ruina y desazón, las mejillas infladas de tanto alcohol, los mofletes de vicio parvulario. Llevaba unas botas negras y altas, el pelo de un rubio oxigenado, bordado de rayos plateados. Se paraba frente a nosotros mientras hurgábamos en esa panza descomunal donde creíamos que vivían otros niños.
Recuerdo mi niñez de criminales incandescentes.
Recuerdo mi primer amor: era una princesa ratera que olía a leche y almidón.
Recuerdo a Gavril Prinzip, músico, revolucionario de sueños y poeta. Decidimos escribir un libro que nos ayudara a recuperar la inocencia. Lo hacíamos en la sala de la pequeña casa que compartía con su padre. O en la habitación donde dormía protegido por la mirada de Esenin. Gavril no era ruso. No era serbio. Tampoco francés. Ni de Charleville. Gavril era de una galaxia difunta.
Recuerdo a Nick Drake sonriendo de costado en la portada de ese disco, como escondiéndose del hada que se lo llevaría.
Recuerdo esas tardes de anhelante ensueño cuando leía poesía y creía que el mundo estaba en otra parte.
Recuerdo la blancura de la masturbación, del ángel de mis sueños infantiles, de Emily Dickinson.
Recuerdo mi primer y único libro. Libro terco y desgarbado.
Recuerdo la nieve que nunca caía en mi ciudad, la nieve blanca de Jorge Eduardo al que le dediqué el silencio.
Recuerdo mi primera deserción, llena de vino y sueños afiebrados.
Recuerdo un poema que escribí y que me publicaron en una revista comunista. Mi mejor poema. El único que saqué de mi corazón en llamas.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Vivir su vida

Querido JL., esta carta es la continuación de otra que te mandé hace más de un año. Aquella vez te describí, con una inquietante minuciosidad, la vida tramposa de ciudadano que había llevado hasta ese momento. Te conté de mi vida anterior al viaje, antes de volverme un indocumentado con documentos, un extranjero ya no de disciplinas o de epistemologías, sino uno total: al decir buenos días, al regresar a casa con la barra de pan, al tomar café, cerveza y comprar libros, al escribir correos y mirar la calle, mirar con esos ojos limpios de entusiasmo.

Te conté cómo iba la tesis, la que ya no ibas a dirigir por tu enfermedad. Te dije que me estaba costando un mundo, una galaxia centrarme, que el pensamiento se me iba de las manos como a un Artaud lleno de languidez y desidia. Nada que ver con las epifanías, con las apariciones, con sentirme un brujo de las sombras y las hojas. No, qué va. Tan sólo no podía porque vivía en una constante oscilación y zozobra, porque me perseguían los acreedores, las responsabilidades, todo eso que Eluard llama “las cadenas con las que estamos cargados.” Sí, era por esa guerra cotidiana de sonrisas y compostura. No podía hacer huelga porque tenía que ir todas las semanas al súper a comprar esos garbanzos llenos de aire. Entonces ya me había vuelto un autómata del viento: sirviendo copas, comprando yogurt que luego tiraba, leyendo y transcribiendo citas en un cuaderno arrugado.

Bueno, voy a dejar de hablar de mí porque de quien quiero hablar es de ti, o de esas imágenes que mi memoria ha retenido desde aquel 2006 en que nos encontramos en esa ciudad de vicio submarino adonde fuiste a dar unas charlas sobre teoría visual. Había leído pequeños textos tuyos y me sorprendía esa disposición al litigio, esa forma acribillada de escritura que no era otra cosa que la lucha cuerpo a cuerpo con una sintaxis domesticada por el poder. Cada palabra una esquirla. Cada intento, con su resuello violento, un cercar la idea, un acecho a un resplandor oculto. El pensamiento como acto peligroso, como disparador intempestivo, como un obturador de eternidades. Y eso te terminó pasando factura. El acto de pensar como alteridad extrema es una bomba de tiempo. Es como ir por ahí poniendo bombas en cada fuga, en cada umbral y luego no saber dónde está cada ruina y cada destrucción. Y cada vez que incendiabas la geometría del mundo el hedor de la descomposición te contaminaba. Cuando comienzan las convulsiones es porque tu cuerpo está sintiendo el vacío, el frío de la nada y eso, al parecer, es irremisible.

Tu ánimo era sereno pero cuando te sentabas a escribir te invadía la borrasca. En esa intimidad la violencia de la dignidad te poseía, te unías a la guerrilla de las palabras, a ese exceso pletórico y terrorista. De ahí que el ruido secreto sea un fogonazo de revelación. Era el recorrido que hacías por tierras donde las estrellas congelan el alma y el paisaje es un desierto plomizo lleno de desfiladeros monstruosos. Viviste en ese límite que, como dice Deleuze, es “una aceleración que hace imposible distinguir el suicidio de la muerte.” Y cómo defenderse cuando el mundo está lleno de burócratas: del lenguaje, del sexo, de la vida. Todos profesionales del dolor, de la dicha, del embaucamiento, de la primavera, de la filosofía, incluso de la poesía. Hay que profesionalizarse, dicen, y el desconsuelo está a la orden del día.

Si no se puede ser tal cosa, no queda otra que no ser y ahí es que se habilita el acto radical, de ateísmo radical, de revolucionario empecinado; ahí es que irrumpe la inservidumbre y la descreencia. Lo que en Foucault era la L´indocilité réfléchie. Y si la libertad está en los límites, qué certezas nos amparan, qué potencia nos arrebata más allá de lo que se consiente. Ese fue tu gran trabajo. Y ese fue, también, el reto de lo indecible. O de decir lo que no se puede decir. Por eso tu espesura brillante a la hora de componer tus tratados de lucha. Porque perseguías los conceptos en su más atroz y salvaje precepto. No te importaba si en su búsqueda dejabas de lado el orden discursivo.

Tu devoción era la guerra contra ese consenso trágico e imperecedero. Por eso saltabas al vacío del lenguaje como un poeta delirante. Y aunque no llevaras ese título, y escribieras con estilo frío y metálico, sé que entiendes todo lo que te digo. A ti te gustaba la poesía, esas constelaciones de fuego y carne, de muerte y sueño, y por eso Idea te encantaba. Eras un ser frágil pero de acerada inteligencia. Terrible enemigo de los medrosos y los cancerberos, pero cariñoso y fraterno con esos jóvenes desgarbados que querían aprender el arte de la incomplacencia.

Ahora que te fuiste la barricada será ese lugar donde nos encuentren.