jueves, 11 de marzo de 2010

El guardián del hielo

He soñado con Berlín: estoy en una casa, sentado, escribiendo, cuando comienza a nevar. Me asomo a la ventana y una tormenta de hielo se cuela por un cielo lleno de nubes. En la calle dos niños juegan entre la nieve y el hielo, hacen figuras, gritan, están poseídos por el repentino espejismo del deseo. Uno de ellos me mira (parece un niño adulto), me hace un gesto, me grita algo pero no le entiendo.

De repente suena el teléfono, es Rai desde Barcelona (se oye mal, no parece que hablara español, o que lo hiciera con un acento extraño) que me cuenta, con una voz acuciante de niño, que está nevando debajo de su casa, que caen briznas de luz, que él quiere ir detrás de esas verdades resplandecientes, que ya está harto de esperar epifanías domésticas, que se va, que se pierde, que me manda un abrazo, y, por último, que siga escribiendo, que no pare, que escriba de la nieve. Miro por la ventana y todo es de una blancura brutal. Vuelve a sonar el teléfono, y pienso que es Rai, nuevamente, que se arrepintió de ir detrás de ese cielo desmenuzado, de esas nubes submarinas. Es mi amigo el poeta de Sant Antoni que me dice que debajo de su casa está nevando (es lo que le entiendo, porque todo suena ininteligible, como si hablara una lengua extraña, entre catalán y selvático), que hace meses que no sale a la calle, pero que ya no pude esperar más, que se manda mudar, que a la mierda la poesía, el libro que está por terminar, que se va detrás de esas calles luminiscentes, de esas muchachas que juegan con flores de nieve.

Estoy en Berlín, suena la voz de Victoria, que parece que cantara en alemán, y el mundo se deshace en una luz blanquecina. Miro la calle, frágil, transparente. Estoy solo frente a la ventana y el vacío se hace inmenso, un vacío puro, nuevo, milagroso. Los niños siguen jugando, apurados, como si ese paisaje fuera a desaparecer en cualquier momento. Saben que no tienen tiempo, que sus palabras llenas de ternura se diluirán con el amanecer. Saben que tienen que amar rápido, que soñar rápido, que correr lo más rápido posible, antes que se derrita el hielo, antes que la nieve se apague.

viernes, 5 de marzo de 2010

Nombre falso

No escribo lo que quiero. No escribo como quisiera. He llegado hasta aquí y he escrito muy poco para todo ese tiempo, y mis muchos años me oprimen porque no puedo sostener mi deseo más allá del arrebato, de mis sueños resoñados y opacos. ¿Y la novela, Julien? ¿Y el libro de poesía que se fagocitaba en esa ciudad de fantasmas? ¿Y la tesis? La puta tesis. Las putas responsabilidades. Los putos compromisos. La profesionalización. El asco. El tedio. El amor. El odio. La envidia. La literatura no salva. Odio la literatura. Muerta y viva. La odio con toda mi alma. Sin embargo, no dejo de leer. Y tengo todos los libros del mundo en la cabeza. Nick Cave me susurra su agonía, su poesía de crápula oscuro. No sé si sea muy tarde para la redención, para nivelar las pretensiones. Me digo: “Escribir entre ruinas, Julien, esa es la salida. Escribir así todo se aleje, todo se difumine, todo se escape de la mirada.” ¿Podré? Guerre, no me mates de esa manera, no me mates para siempre. Oh, Julien, debajo estoy yo, Julien.

La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído.
¡Huir! ¡Huir! Presiento que en lo desconocido
de espuma y cielo, ebrios los pájaros se alejan.
Nada, ni los jardines que los ojos reflejan
sujetará este pecho, náufrago en mar abierta
¡oh, noches!, ni en mi lámpara la claridad desierta
sobre la virgen página que esconde su blancura,
y ni la fresca esposa con el hijo en el seno.
¡He de partir al fin! Zarpe el barco, y sereno
meza en busca de exóticos climas su arboladura.
Un hastío reseco ya de crueles anhelos
aún sueña en el último adiós de los pañuelos.
¡Quién sabe si los mástiles, tempestades buscando,
se doblarán al viento sobre el naufragio, cuando
perdidos floten sin islotes ni derroteros!...
¡Más oye, oh corazón, cantar los marineros!
Stephán Mallarmé