domingo, 18 de octubre de 2009

Mauvais Sang

El niño de los ojos como espejos lunares, el mejor poeta francés nacido en Latinoamérica que he conocido, decía que yo me parecía a Denis Lavant, el actor fetiche de Leos Carax. Yo, que siempre he tenido una vanidad silenciosa, le decía que me parecía más a Nick Drake en esa foto donde sale sentado con las piernas cruzadas justo delante de un árbol.

Pasaron unos años, vivía en Madrid y la premonición del poeta se me apareció como algo sobrenatural. Llevaba semanas viendo como la vida se me escapaba de las manos y como todo se me aparecía como un paisaje ruinoso, como me iba inclinando en un último suspiro de calamidad. No quedaba nada en pie, o nada tenía su forma original, porque ya había quemado, como el bolchevique furioso que soy, lo poco que tenía y sólo me faltaba arder a mí. Porque como dice alguien por ahí: cuando ya no queda más por quemar, eres tú quien debe arder. Así que debía huir porque todo era una amenaza: el hambre, la soledad, la locura. A punto estaba de arder cuando recordé a mi poeta preferido cuando me decía, con una sonrisa llena de misterio, que me parecía a ese actor que sale corriendo con el cuerpo convulsionado y con el corazón en llamas. Entonces me puse a correr, sintiendo como todo se estremecía dentro de mí, como dejaba atrás mi pequeño desastre. Y ya no me quedaba otra cosa que correr, saltar, huir, golpearme, desfigurarme, huir, huir, mientras recordaba a ese niño sabio que transfiguró mi mirada.



lunes, 5 de octubre de 2009

Todos los jóvenes tristes y literarios

Vine a Madrid a salvarme. En realidad estuve los últimos meses tratando de salvarme: trabajaba de prestado en un bar, vivía en una casa prestada e intentaba escribir una tesina que, también, me era ajena. Quería salvarme no sé de qué, no sé para qué. Así que escribí como un poseso porque creí que la escritura podía redimirme, que toda transgresión comienza en ese territorio de sombras y opacidades que es el lenguaje, y, además, porque tenía que demostrarme que la responsabilidad comienza, primero, en los sueños. Pero nada era real y las palabras, falsas e hipócritas, se deslizaban por los márgenes.

Llegué a Madrid con el corazón enloquecido, con un libro que cuenta la historia de unos jóvenes que se quieren salvar -en medio de la decepción sociológica y la abdicación revolucionaria- y con una tesina bajo el brazo que ya no me pertenecía y que sentía como una borrasca que se agitaba bajo los pliegues de mi chaqueta. Pero era muy tarde y la salvación literaria ya no me importa, pues siempre es una salvación solitaria, póstuma, casi inasible. Y ni el heroísmo, ni el glamour que tiene toda contienda, me arranca la tristeza de una salvación que casi no siento.