El niño de los ojos como espejos lunares, el mejor poeta francés nacido en Latinoamérica que he conocido, decía que yo me parecía a Denis Lavant, el actor fetiche de Leos Carax. Yo, que siempre he tenido una vanidad silenciosa, le decía que me parecía más a Nick Drake en esa foto donde sale sentado con las piernas cruzadas justo delante de un árbol.
Pasaron unos años, vivía en Madrid y la premonición del poeta se me apareció como algo sobrenatural. Llevaba semanas viendo como la vida se me escapaba de las manos y como todo se me aparecía como un paisaje ruinoso, como me iba inclinando en un último suspiro de calamidad. No quedaba nada en pie, o nada tenía su forma original, porque ya había quemado, como el bolchevique furioso que soy, lo poco que tenía y sólo me faltaba arder a mí. Porque como dice alguien por ahí: cuando ya no queda más por quemar, eres tú quien debe arder. Así que debía huir porque todo era una amenaza: el hambre, la soledad, la locura. A punto estaba de arder cuando recordé a mi poeta preferido cuando me decía, con una sonrisa llena de misterio, que me parecía a ese actor que sale corriendo con el cuerpo convulsionado y con el corazón en llamas. Entonces me puse a correr, sintiendo como todo se estremecía dentro de mí, como dejaba atrás mi pequeño desastre. Y ya no me quedaba otra cosa que correr, saltar, huir, golpearme, desfigurarme, huir, huir, mientras recordaba a ese niño sabio que transfiguró mi mirada.