He soñado que Roberto Bolaño tenía tres años y visitaba mi casa. Lo abrazaba, lo besaba, le decía que era un niño precioso.
He soñado que estaba en Buenos Aires, caminaba por una zona portuaria sin saber adónde ir. Llevaba muchas horas perdido cuando se abrió la puerta de un galpón y salió un hombre de unos cuarenta años, sudoroso, que llevaba una camisa blanca remangada y unos pantalones negros que le quedaban muy anchos. Se detuvo un momento y encendió un cigarrillo. Cuando levantó la mirada me di cuenta que era Roberto Arlt que me sonreía como si me estuviera esperando.
He soñado que vivía en París: era invierno y me moría de frío en un piso sin calefacción. No tenía comida y perdía el tiempo fumando colillas de un cenicero inmenso. De repente oigo ruidos en la ventana y pienso que se ha puesto a granizar. Pero el ruido es fuerte y seco como si tiraran bolas de barro. Cuando me asomo veo a César Vallejo con una barra de pan negro envuelto en papel transparente, un queso de cáscara roja y una caja llena de botellas de vino francés.
He soñado que Juan Gonzalo Rose era mi tío y cada vez que me veía me pellizcaba la mejilla izquierda.
He soñado que iba al colegio con Martín Adán. Que jugaba a la pelota con Martín Adán. Que aprendía alemán con Martín Adán. Y que en todo lo que hacíamos era mejor que yo. Escribiendo, leyendo, aprendiendo idiomas. Y a pesar de eso yo siempre le pedía que me leyera sus poemas, y él se ponía solemne, con esa postura de niño aristocrático, y empezaba a leer unos poemas bellísimos mientras de su boca salía un olor agrio parecido al almizcle.
He soñado que estaba con Alejandra Pizarnik tomando vino en una habitación llena de libros. Hablábamos del dolor y la locura cuando la comencé a besar. Un rato después estábamos haciendo el amor sobre una montaña de papeles escritos con letra pequeña y desigual donde se despedía todos los días del mundo. Cuando terminamos le dije que por favor me dejara quedarme, que yo la cuidaría para siempre si ella me lo pedía.
He soñado que estaba en la terraza de un café de Montevideo con Idea Vilariño. Ella tomaba martinis en unas copas altas y brillantes, llevaba una falda corta que dejaban ver unas piernas perfectas. Tendría unos 40 años. Hablábamos de viajes, de Madrid y Barcelona. Me contaba de cuando conoció a Onetti y no sé qué más. Atardecía y yo iba algo borracho. De un momento a otro le cogí el brazo y me puse a llorar, desconsoladamente, mientras le decía que no se fuera, que por favor me salvara la vida.
He soñado que estaba tumbado boca abajo sobre un terraplén. Era de noche y sólo podía ver en el horizonte unos destellos blancos y amarrillos. A mi lado alguien me habla, me ofrece un cigarrillo, me lo enciende y con el resplandor de la luz logro reconocerlo: es Roque Dalton que está boca arriba y tiene los ojos semi cerrados. Cuando se apaga la luz vuelve la penumbra y la voz de Roque se hace misteriosa. Me pregunta: ¿Tienes miedo? Y yo ya no sabía si lo que retumbaba en mi cuerpo era el ruido de los cañones o los latidos de mi corazón.
viernes, 20 de julio de 2012
martes, 23 de agosto de 2011
Estrellas en sexos de caracol
El verano de mi adolescencia era luminoso, acuciante, un delirio de ardor y belleza.
Verano de salvaje inocencia, de amores tímidos y un mar alocado donde moría a cada segundo.
Verano que despertaba a las 9 de la mañana con la radio a todo volumen, para luego salir corriendo detrás de camiones destartalados que nos llevaban a oír el bramido del viento, a ver el mar recortado por los acantilados sombreados de escarcha.
Era una ceremonia de niños lunáticos que jugaban con sus cuerpos mientras escondían, con vergüenza, el sueño de un amor hermafrodita.
Tardes corriendo delante de las olas, con tablas de todos los tamaños que hollaban el mar trizado de rayos.
Noches de cine donde mi corazón palpitaba de espanto.
Y de esos crepúsculos de ráfagas amarillas y oscuras que eran las primeras guirnaldas de mi tristeza.
Era ir por la calle con el desparpajo de unos niños paganos que se rinden ante la alucinación transparente de la plenitud.
Y perseguir a unas niñas castas que olían a rocío, yogurt y sábanas limpias.
Tardes de crimen, de pandillas de bañadores azules y amarillos que se disputaban las olas, los camiones, los ojos febriles de esas niñas.
Y de besos húmedos y calientes de todas las chicas que me hicieron huir y a las que hice el amor en la soledad escrupulosa de mi habitación.
Verano de salvaje inocencia, de amores tímidos y un mar alocado donde moría a cada segundo.
Verano que despertaba a las 9 de la mañana con la radio a todo volumen, para luego salir corriendo detrás de camiones destartalados que nos llevaban a oír el bramido del viento, a ver el mar recortado por los acantilados sombreados de escarcha.
Era una ceremonia de niños lunáticos que jugaban con sus cuerpos mientras escondían, con vergüenza, el sueño de un amor hermafrodita.
Tardes corriendo delante de las olas, con tablas de todos los tamaños que hollaban el mar trizado de rayos.
Noches de cine donde mi corazón palpitaba de espanto.
Y de esos crepúsculos de ráfagas amarillas y oscuras que eran las primeras guirnaldas de mi tristeza.
Era ir por la calle con el desparpajo de unos niños paganos que se rinden ante la alucinación transparente de la plenitud.
Y perseguir a unas niñas castas que olían a rocío, yogurt y sábanas limpias.
Tardes de crimen, de pandillas de bañadores azules y amarillos que se disputaban las olas, los camiones, los ojos febriles de esas niñas.
Y de besos húmedos y calientes de todas las chicas que me hicieron huir y a las que hice el amor en la soledad escrupulosa de mi habitación.
viernes, 24 de junio de 2011
Lover Lover Lover
Mi primer gran amor en la vida fue mi madre: a ella le debo el silencio, el café con leche por las tardes, las galletitas, el orgullo femenino y aristocrático. Por aquel entonces tenía mucho miedo: a la oscuridad, a los trenes, a que algún día volviera ese señor alto como un caballo y se la llevara para siempre.
Con ese amor terco e incestuoso llegó la soledad: a ella le debo la impaciencia, el mal humor, mi obsesión por los seres frágiles y los mapas de colores.
Mi otro gran amor fue la poesía: a ella le debo la torpeza, la voz grave, la locura y cierta santidad etílica. Me dejé el pelo largo, el sol brillando en la nuca, la insolencia en la mirada y huí hasta que en el centro de mi corazón la tensión de toda una vida se disolviera en un suspiro.
Luego vendrían la tristeza, la nostalgia del futuro, las tardes amarillas que me bebía a sorbos desesperados.
Y la música: a ella le debo la ropa negra, el funambulismo, el aire hirviendo, las madrugadas eternas abriendo y cerrando los brazos como un faro violeta.
Me fumaba la vida con las piernas cruzadas cuando llegó mi otro gran amor: era una niña que tenía los dedos como pequeñas llamas azules y la mirada lívida de alabastro. A ella le debo el amor de manicomio, la caligrafía transparente, la devoción por las mariposas. Y otras cosas más: que mi cuerpo se curve por las noches, que la poesía se me revele como un susurro instantáneo.
Después de eso vino el insomnio, la matemática revolucionaria, los jardines imposibles, las utopías, la filosofía política, la guerra, Gramsci, los escondites, el peligro, el exilio, la ilegalidad, todo, todo golpeando mi pecho como un cañonazo.
Con ese amor terco e incestuoso llegó la soledad: a ella le debo la impaciencia, el mal humor, mi obsesión por los seres frágiles y los mapas de colores.
Mi otro gran amor fue la poesía: a ella le debo la torpeza, la voz grave, la locura y cierta santidad etílica. Me dejé el pelo largo, el sol brillando en la nuca, la insolencia en la mirada y huí hasta que en el centro de mi corazón la tensión de toda una vida se disolviera en un suspiro.
Luego vendrían la tristeza, la nostalgia del futuro, las tardes amarillas que me bebía a sorbos desesperados.
Y la música: a ella le debo la ropa negra, el funambulismo, el aire hirviendo, las madrugadas eternas abriendo y cerrando los brazos como un faro violeta.
Me fumaba la vida con las piernas cruzadas cuando llegó mi otro gran amor: era una niña que tenía los dedos como pequeñas llamas azules y la mirada lívida de alabastro. A ella le debo el amor de manicomio, la caligrafía transparente, la devoción por las mariposas. Y otras cosas más: que mi cuerpo se curve por las noches, que la poesía se me revele como un susurro instantáneo.
Después de eso vino el insomnio, la matemática revolucionaria, los jardines imposibles, las utopías, la filosofía política, la guerra, Gramsci, los escondites, el peligro, el exilio, la ilegalidad, todo, todo golpeando mi pecho como un cañonazo.
miércoles, 24 de noviembre de 2010
Ángeles derrotados
Hace semanas que quiero contar la historia de los ángeles derrotados, de esos tullidos imaginarios que cansados de arrastrarse por el jardín amarillo deciden saltar al abismo del tiempo. Y lo he estado haciendo pero en silencio. Porque no puedo hablar, ni escribir, ni soñar. Porque hace dos meses que vivo un día repentino, acelerado, cayendo a la velocidad de la perdición desde donde veo cómo se hace jirones la calle. Todo ese tiempo sin escribir y con el alma en vilo, imaginando un parque donde a los niños les crecen las alas o se van por ahí, con los ojos llenos de envilecimiento, a beber su adolescencia en un cáliz dorado.
Un día como una eternidad de dos meses, huyendo de un lugar a otro, al borde de la incivilidad. Un tiempo repentino y a veces las alas no dan más, la literatura no da más. Porque la literatura no salva, aunque pensemos en los ojos de quien nos imagina como un satélite apagado rondando el exilio con alguna luz oculta.
Toda una eternidad de incomprensión, de hermandad con unos seres que no existen porque han desaparecido en la espesura de su silencio. Criaturas a las que acosan las sentencias, las multas, los despidos. Que viven en nieblas de juventud imposibles de alcanzar.
Dos meses sin compasión y con un nuevo hermano cósmico que me escribe desde la luna. O desde la nieve, o desde el espejo de Walser. Y con una prima de cera japonesa que grita en medio de la noche, mientras oigo la aspereza obstinada del despertar, el sordo latido del caer que hace vibrar la tarde. Porque los rufianes no son sólo de papel sino que permanecen agazapados mientras el corazón se les tritura por el anhelo. Y todo ese tiempo sin escribir, pensando en el cuello largo de la camarera, en el niño amargo, en el cohete espacial, en el coleccionista extravagante, en el ladrón de mañanas, en el terrorista emocional que soy a veces, en ese músico de sombras acuciantes que se esconde lejos de aquí.
Y veo a todos esos chicos allá arriba, y parecen frágiles, solitarios, temperamentales, tal como nos imaginamos a los ángeles. Y veo la belleza y la profundidad de la ruina. Y en mi casa se aparece el niño de la cara tiznada de polvo de sueño explosivo. Y me doy cuenta que tiene la misma pena y la misma ternura de siempre. A pesar de que no escriba, de que no pueda hacerlo, de que no haya llorado en estos dos meses. Lo veo llegar, pálido, con los ojos translúcidos y ese gesto suicida que tienen los ángeles. Se acerca a la estantería y coge ese libro negro de tapa dura que lleva un nombre francés y se pone a llorar, sin parar, ahogándose en sollozos sin importarle que yo lo vea.
Un día como una eternidad de dos meses, huyendo de un lugar a otro, al borde de la incivilidad. Un tiempo repentino y a veces las alas no dan más, la literatura no da más. Porque la literatura no salva, aunque pensemos en los ojos de quien nos imagina como un satélite apagado rondando el exilio con alguna luz oculta.
Toda una eternidad de incomprensión, de hermandad con unos seres que no existen porque han desaparecido en la espesura de su silencio. Criaturas a las que acosan las sentencias, las multas, los despidos. Que viven en nieblas de juventud imposibles de alcanzar.
Dos meses sin compasión y con un nuevo hermano cósmico que me escribe desde la luna. O desde la nieve, o desde el espejo de Walser. Y con una prima de cera japonesa que grita en medio de la noche, mientras oigo la aspereza obstinada del despertar, el sordo latido del caer que hace vibrar la tarde. Porque los rufianes no son sólo de papel sino que permanecen agazapados mientras el corazón se les tritura por el anhelo. Y todo ese tiempo sin escribir, pensando en el cuello largo de la camarera, en el niño amargo, en el cohete espacial, en el coleccionista extravagante, en el ladrón de mañanas, en el terrorista emocional que soy a veces, en ese músico de sombras acuciantes que se esconde lejos de aquí.
Y veo a todos esos chicos allá arriba, y parecen frágiles, solitarios, temperamentales, tal como nos imaginamos a los ángeles. Y veo la belleza y la profundidad de la ruina. Y en mi casa se aparece el niño de la cara tiznada de polvo de sueño explosivo. Y me doy cuenta que tiene la misma pena y la misma ternura de siempre. A pesar de que no escriba, de que no pueda hacerlo, de que no haya llorado en estos dos meses. Lo veo llegar, pálido, con los ojos translúcidos y ese gesto suicida que tienen los ángeles. Se acerca a la estantería y coge ese libro negro de tapa dura que lleva un nombre francés y se pone a llorar, sin parar, ahogándose en sollozos sin importarle que yo lo vea.
martes, 21 de septiembre de 2010
Pink Moon
Recuerdo las calles líquidas de mi barrio por donde paseaba mi enfado de niño delictivo.
Recuerdo mi ciudad de noche y espanto que se abría a la primavera con los helados del italiano.
Recuerdo a ese viejo orate iluminado que quería llevarme a la cama. Tenía la mirada embotada de ruina y desazón, las mejillas infladas de tanto alcohol, los mofletes de vicio parvulario. Llevaba unas botas negras y altas, el pelo de un rubio oxigenado, bordado de rayos plateados. Se paraba frente a nosotros mientras hurgábamos en esa panza descomunal donde creíamos que vivían otros niños.
Recuerdo mi niñez de criminales incandescentes.
Recuerdo mi primer amor: era una princesa ratera que olía a leche y almidón.
Recuerdo a Gavril Prinzip, músico, revolucionario de sueños y poeta. Decidimos escribir un libro que nos ayudara a recuperar la inocencia. Lo hacíamos en la sala de la pequeña casa que compartía con su padre. O en la habitación donde dormía protegido por la mirada de Esenin. Gavril no era ruso. No era serbio. Tampoco francés. Ni de Charleville. Gavril era de una galaxia difunta.
Recuerdo a Nick Drake sonriendo de costado en la portada de ese disco, como escondiéndose del hada que se lo llevaría.
Recuerdo esas tardes de anhelante ensueño cuando leía poesía y creía que el mundo estaba en otra parte.
Recuerdo la blancura de la masturbación, del ángel de mis sueños infantiles, de Emily Dickinson.
Recuerdo mi primer y único libro. Libro terco y desgarbado.
Recuerdo la nieve que nunca caía en mi ciudad, la nieve blanca de Jorge Eduardo al que le dediqué el silencio.
Recuerdo mi primera deserción, llena de vino y sueños afiebrados.
Recuerdo un poema que escribí y que me publicaron en una revista comunista. Mi mejor poema. El único que saqué de mi corazón en llamas.
Recuerdo mi ciudad de noche y espanto que se abría a la primavera con los helados del italiano.
Recuerdo a ese viejo orate iluminado que quería llevarme a la cama. Tenía la mirada embotada de ruina y desazón, las mejillas infladas de tanto alcohol, los mofletes de vicio parvulario. Llevaba unas botas negras y altas, el pelo de un rubio oxigenado, bordado de rayos plateados. Se paraba frente a nosotros mientras hurgábamos en esa panza descomunal donde creíamos que vivían otros niños.
Recuerdo mi niñez de criminales incandescentes.
Recuerdo mi primer amor: era una princesa ratera que olía a leche y almidón.
Recuerdo a Gavril Prinzip, músico, revolucionario de sueños y poeta. Decidimos escribir un libro que nos ayudara a recuperar la inocencia. Lo hacíamos en la sala de la pequeña casa que compartía con su padre. O en la habitación donde dormía protegido por la mirada de Esenin. Gavril no era ruso. No era serbio. Tampoco francés. Ni de Charleville. Gavril era de una galaxia difunta.
Recuerdo a Nick Drake sonriendo de costado en la portada de ese disco, como escondiéndose del hada que se lo llevaría.
Recuerdo esas tardes de anhelante ensueño cuando leía poesía y creía que el mundo estaba en otra parte.
Recuerdo la blancura de la masturbación, del ángel de mis sueños infantiles, de Emily Dickinson.
Recuerdo mi primer y único libro. Libro terco y desgarbado.
Recuerdo la nieve que nunca caía en mi ciudad, la nieve blanca de Jorge Eduardo al que le dediqué el silencio.
Recuerdo mi primera deserción, llena de vino y sueños afiebrados.
Recuerdo un poema que escribí y que me publicaron en una revista comunista. Mi mejor poema. El único que saqué de mi corazón en llamas.
lunes, 6 de septiembre de 2010
Vivir su vida
Querido JL., esta carta es la continuación de otra que te mandé hace más de un año. Aquella vez te describí, con una inquietante minuciosidad, la vida tramposa de ciudadano que había llevado hasta ese momento. Te conté de mi vida anterior al viaje, antes de volverme un indocumentado con documentos, un extranjero ya no de disciplinas o de epistemologías, sino uno total: al decir buenos días, al regresar a casa con la barra de pan, al tomar café, cerveza y comprar libros, al escribir correos y mirar la calle, mirar con esos ojos limpios de entusiasmo.
Te conté cómo iba la tesis, la que ya no ibas a dirigir por tu enfermedad. Te dije que me estaba costando un mundo, una galaxia centrarme, que el pensamiento se me iba de las manos como a un Artaud lleno de languidez y desidia. Nada que ver con las epifanías, con las apariciones, con sentirme un brujo de las sombras y las hojas. No, qué va. Tan sólo no podía porque vivía en una constante oscilación y zozobra, porque me perseguían los acreedores, las responsabilidades, todo eso que Eluard llama “las cadenas con las que estamos cargados.” Sí, era por esa guerra cotidiana de sonrisas y compostura. No podía hacer huelga porque tenía que ir todas las semanas al súper a comprar esos garbanzos llenos de aire. Entonces ya me había vuelto un autómata del viento: sirviendo copas, comprando yogurt que luego tiraba, leyendo y transcribiendo citas en un cuaderno arrugado.
Bueno, voy a dejar de hablar de mí porque de quien quiero hablar es de ti, o de esas imágenes que mi memoria ha retenido desde aquel 2006 en que nos encontramos en esa ciudad de vicio submarino adonde fuiste a dar unas charlas sobre teoría visual. Había leído pequeños textos tuyos y me sorprendía esa disposición al litigio, esa forma acribillada de escritura que no era otra cosa que la lucha cuerpo a cuerpo con una sintaxis domesticada por el poder. Cada palabra una esquirla. Cada intento, con su resuello violento, un cercar la idea, un acecho a un resplandor oculto. El pensamiento como acto peligroso, como disparador intempestivo, como un obturador de eternidades. Y eso te terminó pasando factura. El acto de pensar como alteridad extrema es una bomba de tiempo. Es como ir por ahí poniendo bombas en cada fuga, en cada umbral y luego no saber dónde está cada ruina y cada destrucción. Y cada vez que incendiabas la geometría del mundo el hedor de la descomposición te contaminaba. Cuando comienzan las convulsiones es porque tu cuerpo está sintiendo el vacío, el frío de la nada y eso, al parecer, es irremisible.
Tu ánimo era sereno pero cuando te sentabas a escribir te invadía la borrasca. En esa intimidad la violencia de la dignidad te poseía, te unías a la guerrilla de las palabras, a ese exceso pletórico y terrorista. De ahí que el ruido secreto sea un fogonazo de revelación. Era el recorrido que hacías por tierras donde las estrellas congelan el alma y el paisaje es un desierto plomizo lleno de desfiladeros monstruosos. Viviste en ese límite que, como dice Deleuze, es “una aceleración que hace imposible distinguir el suicidio de la muerte.” Y cómo defenderse cuando el mundo está lleno de burócratas: del lenguaje, del sexo, de la vida. Todos profesionales del dolor, de la dicha, del embaucamiento, de la primavera, de la filosofía, incluso de la poesía. Hay que profesionalizarse, dicen, y el desconsuelo está a la orden del día.
Si no se puede ser tal cosa, no queda otra que no ser y ahí es que se habilita el acto radical, de ateísmo radical, de revolucionario empecinado; ahí es que irrumpe la inservidumbre y la descreencia. Lo que en Foucault era la L´indocilité réfléchie. Y si la libertad está en los límites, qué certezas nos amparan, qué potencia nos arrebata más allá de lo que se consiente. Ese fue tu gran trabajo. Y ese fue, también, el reto de lo indecible. O de decir lo que no se puede decir. Por eso tu espesura brillante a la hora de componer tus tratados de lucha. Porque perseguías los conceptos en su más atroz y salvaje precepto. No te importaba si en su búsqueda dejabas de lado el orden discursivo.
Tu devoción era la guerra contra ese consenso trágico e imperecedero. Por eso saltabas al vacío del lenguaje como un poeta delirante. Y aunque no llevaras ese título, y escribieras con estilo frío y metálico, sé que entiendes todo lo que te digo. A ti te gustaba la poesía, esas constelaciones de fuego y carne, de muerte y sueño, y por eso Idea te encantaba. Eras un ser frágil pero de acerada inteligencia. Terrible enemigo de los medrosos y los cancerberos, pero cariñoso y fraterno con esos jóvenes desgarbados que querían aprender el arte de la incomplacencia.
Ahora que te fuiste la barricada será ese lugar donde nos encuentren.
Te conté cómo iba la tesis, la que ya no ibas a dirigir por tu enfermedad. Te dije que me estaba costando un mundo, una galaxia centrarme, que el pensamiento se me iba de las manos como a un Artaud lleno de languidez y desidia. Nada que ver con las epifanías, con las apariciones, con sentirme un brujo de las sombras y las hojas. No, qué va. Tan sólo no podía porque vivía en una constante oscilación y zozobra, porque me perseguían los acreedores, las responsabilidades, todo eso que Eluard llama “las cadenas con las que estamos cargados.” Sí, era por esa guerra cotidiana de sonrisas y compostura. No podía hacer huelga porque tenía que ir todas las semanas al súper a comprar esos garbanzos llenos de aire. Entonces ya me había vuelto un autómata del viento: sirviendo copas, comprando yogurt que luego tiraba, leyendo y transcribiendo citas en un cuaderno arrugado.
Bueno, voy a dejar de hablar de mí porque de quien quiero hablar es de ti, o de esas imágenes que mi memoria ha retenido desde aquel 2006 en que nos encontramos en esa ciudad de vicio submarino adonde fuiste a dar unas charlas sobre teoría visual. Había leído pequeños textos tuyos y me sorprendía esa disposición al litigio, esa forma acribillada de escritura que no era otra cosa que la lucha cuerpo a cuerpo con una sintaxis domesticada por el poder. Cada palabra una esquirla. Cada intento, con su resuello violento, un cercar la idea, un acecho a un resplandor oculto. El pensamiento como acto peligroso, como disparador intempestivo, como un obturador de eternidades. Y eso te terminó pasando factura. El acto de pensar como alteridad extrema es una bomba de tiempo. Es como ir por ahí poniendo bombas en cada fuga, en cada umbral y luego no saber dónde está cada ruina y cada destrucción. Y cada vez que incendiabas la geometría del mundo el hedor de la descomposición te contaminaba. Cuando comienzan las convulsiones es porque tu cuerpo está sintiendo el vacío, el frío de la nada y eso, al parecer, es irremisible.
Tu ánimo era sereno pero cuando te sentabas a escribir te invadía la borrasca. En esa intimidad la violencia de la dignidad te poseía, te unías a la guerrilla de las palabras, a ese exceso pletórico y terrorista. De ahí que el ruido secreto sea un fogonazo de revelación. Era el recorrido que hacías por tierras donde las estrellas congelan el alma y el paisaje es un desierto plomizo lleno de desfiladeros monstruosos. Viviste en ese límite que, como dice Deleuze, es “una aceleración que hace imposible distinguir el suicidio de la muerte.” Y cómo defenderse cuando el mundo está lleno de burócratas: del lenguaje, del sexo, de la vida. Todos profesionales del dolor, de la dicha, del embaucamiento, de la primavera, de la filosofía, incluso de la poesía. Hay que profesionalizarse, dicen, y el desconsuelo está a la orden del día.
Si no se puede ser tal cosa, no queda otra que no ser y ahí es que se habilita el acto radical, de ateísmo radical, de revolucionario empecinado; ahí es que irrumpe la inservidumbre y la descreencia. Lo que en Foucault era la L´indocilité réfléchie. Y si la libertad está en los límites, qué certezas nos amparan, qué potencia nos arrebata más allá de lo que se consiente. Ese fue tu gran trabajo. Y ese fue, también, el reto de lo indecible. O de decir lo que no se puede decir. Por eso tu espesura brillante a la hora de componer tus tratados de lucha. Porque perseguías los conceptos en su más atroz y salvaje precepto. No te importaba si en su búsqueda dejabas de lado el orden discursivo.
Tu devoción era la guerra contra ese consenso trágico e imperecedero. Por eso saltabas al vacío del lenguaje como un poeta delirante. Y aunque no llevaras ese título, y escribieras con estilo frío y metálico, sé que entiendes todo lo que te digo. A ti te gustaba la poesía, esas constelaciones de fuego y carne, de muerte y sueño, y por eso Idea te encantaba. Eras un ser frágil pero de acerada inteligencia. Terrible enemigo de los medrosos y los cancerberos, pero cariñoso y fraterno con esos jóvenes desgarbados que querían aprender el arte de la incomplacencia.
Ahora que te fuiste la barricada será ese lugar donde nos encuentren.
lunes, 16 de agosto de 2010
Tan triste como ella
Hay una canción que me hace recordar a ráfagas de viento en las mejillas, a un mar recortado por cerros de colores, a caminatas eternas por el laberinto de un puerto.
Hay unos ojos empañados de tristeza azul que ya no puedo mirar.
Hay un cuento de Onetti que aún me hace llorar.
Hay una foto que me regaló la pequeña C. donde escribió: “A un viajero en una noche de huidizo fin.”
Hay una ciudad que huele a sueño.
Hay una chica calcinada por un sueño implacable.
Hay en el portal de mi casa una tormenta auroral de pan caliente.
Hay una nostalgia y una languidez que no sanan jamás.
Hay una ciudad daltónica donde los autos vuelan y todos ven las estrellas desde el hueco de sus camisas.
Hay domingos en que la indefensión me hace temblar como un niño perdido.
Hay una habitación pequeña en esa ciudad donde las estrellas se descuelgan del cielo y dejan polvo transparente en las calles; hay, digo, esa habitación, que aún me acoge, que aún respira en alguna parte de mi vida.
Hay canciones que ya no puedo escuchar.
Hay un libro de Aragon que es la confesión de una agonía.
Hay una habitación donde todavía soy joven y donde me resisto a dormir.
Hay, finalmente, un fragmento de un poema de ese genio del desastre que es Aragon que dice:
"Todas las habitaciones cuando por fin me he dormido
Han lanzado sobre mí el castigo de los sueños
Porque no sé de los dos lo peor soñar o vivir."
Hay unos ojos empañados de tristeza azul que ya no puedo mirar.
Hay un cuento de Onetti que aún me hace llorar.
Hay una foto que me regaló la pequeña C. donde escribió: “A un viajero en una noche de huidizo fin.”
Hay una ciudad que huele a sueño.
Hay una chica calcinada por un sueño implacable.
Hay en el portal de mi casa una tormenta auroral de pan caliente.
Hay una nostalgia y una languidez que no sanan jamás.
Hay una ciudad daltónica donde los autos vuelan y todos ven las estrellas desde el hueco de sus camisas.
Hay domingos en que la indefensión me hace temblar como un niño perdido.
Hay una habitación pequeña en esa ciudad donde las estrellas se descuelgan del cielo y dejan polvo transparente en las calles; hay, digo, esa habitación, que aún me acoge, que aún respira en alguna parte de mi vida.
Hay canciones que ya no puedo escuchar.
Hay un libro de Aragon que es la confesión de una agonía.
Hay una habitación donde todavía soy joven y donde me resisto a dormir.
Hay, finalmente, un fragmento de un poema de ese genio del desastre que es Aragon que dice:
"Todas las habitaciones cuando por fin me he dormido
Han lanzado sobre mí el castigo de los sueños
Porque no sé de los dos lo peor soñar o vivir."
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